Reflexión agustiniana

Escrito el 19/04/2025
Agustinos


Esperada y poseída

La seguridad de que alcanzaremos la vida eterna nace de que el que nos la promete es el mismo Señor y nos la comunica por medio del Espíritu. En un momento determinado la vida eterna pasará de ser esperada a ser poseída: “¿Qué prometió? La vida eterna, dejándonos las arras del Espíritu. La vida eterna es la posesión de los moradores, mientras que las arras son un consuelo para los peregrinos… Tenemos como arras cierta rociada del Espíritu Santo en nuestros corazones para que, si alguien advierte este rocío, desee llegar a la fuente. ¿Para qué tenemos, pues, las arras sino para no desfallecer de hambre y sed en esta peregrinación? Si reconocemos ser peregrinos, sin duda sentiremos hambre y sed. Quien es peregrino y tiene conciencia de ello, desea la patria, y, mientras dura ese deseo, la peregrinación le resulta molesta. Si ama la peregrinación, olvida la patria y no quiere regresar a ella” (Sermón 378).

Es en el que es eterno en el que nosotros nos hacemos eternos, es decir, el Verbo se encarna para hacer a los hombres eternos, lo único que tenemos que hacer es aceptar la oferta y dejarnos eternizar: “Ved aquí el gran Es. ¡Sublime Es! Ante esto, ¿qué es el hombre? Ante tan sublime Es, ¿qué es el hombre por grande que sea? ¿Quién comprenderá este Es? ¿Quién participará de Él? ¿Quién le anhelará? ¿Quién aspirará a Él? ¿Quién presumirá poder estar en El? No desesperes, fragilidad humana… ¡Oh Verbo, que existes antes del tiempo, por quien fueron hechos los tiempos, que naciste también en el tiempo, que, siendo vida eterna, llamas a los temporales y los haces eternos! Esta es la generación de generaciones” (Comentario al salmo 101, 2, 10).

            La puerta de la eternidad se abre de par en par por medio de la cruz. Ya no hay disculpa posible, el mismo Dios nos da entrada en su eternidad, la muerte y resurrección de Cristo es la entrada para cada uno de nosotros, tenemos el paso abierto y la garantía de que Dios no ama en bromas, aunque, a decir verdad, la única puerta que da acceso a la vida eterna es Cristo mismo, que es a la vez el camino por el que se llega: “Me parece a mí que es como si hubiese dicho: Para que tengan vida cuando entran y la tengan más abundante cuando salen. Porque nadie puede salir por la puerta, esto es, por Cristo, para la vida eterna, en la que se vive de la visión, si no ha entrado a la vida temporal, en la que se vive de la fe, por la misma puerta, es decir, por el mismo Cristo en su Iglesia, que es su redil” (Comentario a Juan 45, 15). Si lo mejor y más valioso es la vida eterna, hemos de relativizar todo lo demás: “Dos cosas hemos de pedir con toda seguridad: aquí, la vida santa; para el mundo futuro, la vida eterna. Desconocemos si las restantes cosas nos serán útiles o no… Sin temor de ninguna clase pida la vida santa y la vida eterna; la primera para merecer a Dios aquí, y la segunda, para ser coronado por él allí. Pero ¿en qué consiste la vida santa? En amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, y amar al hermano como a ti mismo. Amemos, pues, a nuestro Dios, amémonos en la unidad del mismo Dios, tengamos paz en él Cristo, nuestro Señor, podamos...: Señor, con tu ayuda hicimos lo que nos mandaste; por tu misericordia danos lo que nos prometiste” Sermón 154 A, 6).

            La esperanza de la vida eterna y la esperanza de la resurrección van de la mano y tienen la misma clave interpretativa. Pero, a la vez, es la misma esperanza la que nos mantiene firmes en la peregrinación hacia la patria: “He aquí la voz y el testimonio de la verdad. El hombre, hijo de la resurrección, vive en esperanza, mientras la Ciudad de Dios, que nace de la fe en la resurrección de Cristo, peregrina en este mundo. Así, pues, la muerte y la resurrección de Cristo están figuradas en aquellos dos hombres, en Abel, que significa Duelo, y en Set, su hermano, que es igual a Resurrección. De esta fe nace la Ciudad de Dios, es decir, el hombre que puso su esperanza en invocar el nombre del Señor” (La ciudad de Dios 15, 18). La resurrección de Cristo es la que nos enseña la esperanza de la resurrección: “Oyes orar al Maestro; aprende a orar. Oró para enseñarnos a orar, padeció para enseñarnos a padecer, resucitó para enseñarnos a esperar la resurrección” (Comentario al salmo 56, 5).

Santiago Sierra, OSA