La gran virtud de la esperanza
El ser humano es un animal difícil y muy difícil y con una capacidad enorme de destruirse. Vive muy deprisa y muy deshumanizado y fragmentado. Las preguntas que nos hacemos de entrada, son ¿el ser humano de hoy se dirige a alguna meta? ¿Se plantea algún fin? ¿Busca razones para vivir o vegeta? ¿Qué lugar tiene la esperanza en su vida? ¿Es posible para el hombre vivir sin esperanza? Si la respuesta a esta última pregunta es negativa significa que la esperanza no se ha metido en casa porque ya estaba en su adn, es decir, la esperanza pertenece, como pieza clave, al entramado de la vida humana.
Somos conscientes que la esperanza en esta vida del hombre ejerce una función motora, de manera que el ser humano es un peregrino caminante, vive en itinerancia, busca una meta y camina esperanzadamente. Lo típico de la esperanza es la peregrinación, porque no tenemos la realidad y estamos siempre en la inquietud del caminante: “¿Qué decir de la esperanza? ¿Existirá allí? Dejará de existir cuando se haga presente la realidad. Pues también la esperanza es necesaria durante la peregrinación; es ella la que nos consuela en el camino... Por ello, también la esperanza en el tiempo presente forma parte de la justicia de nuestra peregrinación... Por la paciencia fueron coronados los mártires; deseaban lo que no veían y despreciaban los sufrimientos. Fundados en esta esperanza decían: ¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación? ¿La angustia? ¿La persecución? ¿El hambre? ¿La desnudez? ¿La espada? Porque por ti... ¿Dónde está el por quién? Porque por ti —dice— vamos a la muerte el día entero… Ahora habita por la fe, luego por la visión; por la fe mientras estamos en camino, mientras dura nuestro peregrinar” (Sermón 158, 8).
El ser humano está invitado a vivir una vida que es eterna y con connotaciones distintas de las que tenemos en esta vida de ahora: “Me consta que deseáis tal vida, pues ¿quién hay que no la desee? Hasta los impíos gentiles desean ser inmortales, pero no creen que puedan serlo. En verdad, quienes no han recibido la fe han perdido la esperanza de la inmortalidad. No es gran cosa, pues, desear la inmortalidad, pues ese deseo lo tienen incluso los impíos; pero sí es cosa grande creer que seremos inmortales y vivir de tal forma que podamos llegar a la inmortalidad misma. Por ello todo hombre quisiera tener, si le fuera posible, el poder de un ángel, pero no su justicia; quiere poseer su inmortalidad, pero no su piedad. Quieren la meta adonde se llega, pero no el camino por donde se llega” (Sermón 335 H, 1). Esto quiere decir que la vida que se nos dará y a la que estamos destinados dista muchos de la que vivimos aquí, tendrá otro ritmo y otros movimientos y reposos: “En su pasión nuestro Señor Jesucristo puso ante nuestros ojos las fatigas y tribulaciones del mundo presente; en su resurrección, la vida eterna y feliz del mundo futuro. Toleremos lo presente, esperemos lo futuro... Por tanto, hasta el día de la pasión es tiempo de contrición; después de la resurrección, tiempo de alabanza. En aquella vida, en el reino de Dios, ésa será nuestra ocupación: ver, amar, alabar” (Sermón 211 A, 1-2).
Esta nueva vida, también es don de Dios, no tiene nada que ver con el pago a no sé qué méritos, es regalo y dádiva divina: “Ved cómo se relacionan, hermanos míos, ved cómo se combinan la miseria de nuestra condición y la misericordia de Dios: el tiempo de alegría va precedido de un tiempo de tristeza, es decir, primero llega el tiempo de tristeza, y luego el de la alegría; primero el tiempo de la fatiga, y luego el del descanso; primero el de la desgracia, y luego el de la felicidad. Así se combinan, como he dicho, la miseria de nuestra condición y la misericordia divina. En efecto, el tiempo de la tristeza, de la fatiga y de la miseria nos lo causaron nuestros pecados; en cambio, el tiempo de la alegría, del descanso y de la felicidad no nos llegará por nuestros méritos, sino por la gracia del Salvador. Una cosa merecemos, otra la esperamos: merecemos los males, esperamos los bienes. Esto es obra de la misericordia de nuestro creador” (Sermón 254, 1).
Santiago Sierra, OSA