Las almas insolidarias no son dichosas.
La solidaridad embellece nuestra vida y nos hace felices.
La tierra estaba reseca y sumamente áspera,
pues hacía meses que no llovía en la zona.
Una rosa silvestre se marchitaba poco a poco,
inclinada sobre su tallo y se moría de sed.
En esto que una tarde vio pasar una nube blanca y enorme
sobre las montañas.
La rosa, que vivía en el valle, levantó con esperanza
la voz cuanto pudo e imploró a la nube:
- Dame unas gotas de tu lluvia; estoy sedienta y reseca.
- Imposible, amiga -respondió la nube sin detenerse a escuchar-;
voy deprisa a otros lugares y no puedo ocuparte tiempo;
discúlpame.
- Unas gotas nada más -suplicó la flor con dolor.
Y la nube, orgullosa y prepotente, siguió su marcha,
desatendiendo la petición angustiosa de la flor.
Pero la nube empezó a sentir pesadumbre y tristeza
a medida que se alejaba.
Una voz creciente, la sensación de culpabilidad,
le decía desde lo más hondo que había procedido mal.
Retuvo su paso, volvió apresuradamente
y se posó sobre el valle,
dejando caer unas gotas de agua sobre la rosa;
pero ya era tarde.
La dulce flor había caído sobre la tierra,
deshecha en un sinnúmero de pétalos amarillos.
La nube prosiguió su camino llorando
y arrepentida de su crueldad
con la desdichada rosa silvestre.